Humbert Lambert | Mandar todo a tomar por culo
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Mandar todo a tomar por culo

No se necesita mucho para hacerlo. De vez en cuando, en medio de ese zumbido sigiloso que es la soledad, oímos cómo nuestra voz callada, dormida, despierta con bostezos de amenaza y nos susurra rabiosa, rechinando los dientes con intenciones vengativas: «¡al carajo, a tomar por culo ya!». A veces por un hastío consentido, otras por el tedio que la alarma del móvil va desterrando a las profundidades de la paciencia.

Y allí al fondo se deja escuchar, gota a gota, la génesis de un pequeño charco que nos abnega la voluntad. Nos embarra el espíritu. Entonces el ambiente se vicia de una humedad exasperante, la vida en ese habitáculo soporífero se hace irrespirable. A tientas en el tiempo, se busca una salida que no llega, y la mayoría de las veces no se encuentra. Pero otras sí. La de emergencia. Una escapatoria que solo el atrevimiento con que se impone la desidia puede abrir de golpe. A tomar por culo. Y nos tiramos hacia fuera dando un portazo. A tomar aire fresco.

Ese momento de clarividencia, balsámico del llanto, siempre ha estado latente ahí dentro. El desahogo. Ese instante es tan esclarecedor que, nada más golpear la puerta, uno se sabe solo. No hay nadie más respirando ese frío. Los pulmones, aún calenturientos, exhalan vapor, la lluvia incordia los pasos y la pregunta está Blowin’ in the wind: ¿y ahora qué? Se acaba el puto mundo.

‘The end of the f***ing world’ es un salto al vacío. Un portazo colérico y un delirio vibrante. A su británica forma y con un humor fino, de ese que te hace reír hacia dentro, pone de relieve la absurdez que nos engloba. Despieza los ocultos engranajes de la locura emocional. Desmonta toda esa maquinaria inestable de la duda; destapa la sordidez de la incertidumbre. La serie, que debería ser vista de un suspiro, destripa la fisiología del portazo mal dado. Desinfla todo el aire amargo del bufido, del hartazgo y el sinsentido.

Hablar de un componente existencialista tal vez resulte grandilocuente, aunque siempre hay cierto escepticismo cuando se manda todo a la mierda. El brote psicótico de James (Alex Lawther) y el anegamiento vital de Alyssa (Jessica Barden) solo suponen el punto de partida. Los encuentros y desencuentros, la aventura, la extravagancia y la enajenación de estos personajes sostienen un argumento más o menos entretenido. A medida que se suceden los frenéticos episodios, se va sustrayendo un mensaje que sí podría explicarse desde la náusea sartriana: el naufragio de identidad de los que andan desorientados por la vida. Muchas veces son imperceptibles y, en algunos casos, sus errar es irreparable. Su norte no se ha perdido, solo su motivación. No hay brújula que los encauce ni esperanza que les amenice el ánimo. Ése es el trasfondo pesimista que deja The end of the f***ing world.

Cuando salgan a la calle fíjense bien. Cada vez son más, pero no es fácil hallarlos. Están por ahí, callejeando sin rumbo o caminando sin paraguas bajo la lluvia. Y ahí siguen, sin embargo; la mayoría no desiste. Caminan cargando el peso de la aprehensión, como abstraídos de las expectativas. Se desplazan por una inercia de orden antropológico que aún desconocen pero ansían encontrar. Andan despacio y son hostiles al ajetreo. Si alguna vez los ves, déjalos pasar de largo, gírate hacia atrás y observa cómo se desvanecen en una neblina espesa e irresoluble.